Ese año comenzó mal para mis hijos. Habían iniciado apenas las clases cuando entendimos que rozábamos el límite nuestra permanencia en la Argentina. El país chorreaba sangre y mugre por todos sus agujeros, y se hacía difícil comer, dormir, respirar incluso, sin sentir palpitar el horror en las sienes. Los niños, mientras tanto, aprendían cada uno lo que debía aprender: la tabla del siete, regla de tres simple, batalla de Caseros, dibujando prolijamente el cabildo y la casita de Tucumán, tratando de rescatar el reventado orden simbólico en el cual nos había tocado inscribirnos.
En octubre salimos para México. Yo llevaba bajo el brazo la muñeca que cantaba en inglés, los certificados escolares y de vacunación de los niños, Pericles, nuestro perro, cuidadosamente guardado en la panza del avión, y un discurso identitario que espeté a mis hijos en el intervalo de Lima: “No olviden nunca que son argentinos”.
La ciudad de México se veía desde el avión como quinientas veces Avellaneda: plana y envuelta en la bruma que luego descubrimos polución de la cual rara vez uno se desatrapa. Enorme e inabarcable, comprendí entonces que el mapa que me regalara un amigo antes de partir, no era un gesto simbólico sino una verdadera herramienta para atravesar ese espacio desordenado y aglutinado que constituye el Distrito Federal. Carlos, arriesgada y generosamente, había marchado quince días antes para buscar un lugar donde hacer recalar a la familia, mientras se desplazaba con un Volkswagen rentado para realizar las cincuenta y dos entrevistas laborales que nos garantizaran las visas de permanencia.
Parias absolutos, perdidos en el espacio, llegamos al apartamento transitorio en el cual nos instalaríamos, y luego de revisar la heladera repleta de jugos y comida chatarra con la cual pretendíamos paliar la desesperanza de los niños, comencé a desarmar las valijas. Saqué de ellas la ropa, los tres tomos de Freud que en aquella época constituían sus obras completas, el cenicero del consultorio que había acompañado nuestro trabajo durante años, dos cuadritos que suponía, al ser colgados, nos traería algo del hábitat, un manojo de espigas de la última cosecha que mi padre había realizado en el campo antes de morir, los juguetes favoritos de los chicos y, por último, la ropa.
Entre los sacos y pantalones, faldas y vestidos, sweaters y medias, una flor de organza celeste, extraño objeto insospechado, emergió imprevistamente del bolsillo de la valija. Carlos se demudó, y demandó, con tono contenido, qué era esa extraña cosa inesperada, en medio de tanto gris, azul, marrón y blanco, escocés de las faldas y espigado de los sacos, clasicismo portable para enfrentar cualquier desarraigo cultural. Respondí, con absoluta inocencia y una cara falsamente radiante: “es por si algún día íbamos a Acapulco… quería tener algo bonito para ponerme”. Desencajado me respondió que aún no teníamos visa, ni trabajo, ni casa, ni medios para sostenernos, y cómo se me ocurría tamaño despropósito. La pelea duró un rato, mientras los niños se retiraban a ver, por primera vez, una televisión en colores en la cual los personajes de las series habían envejecido bruscamente, en un tiempo en el cual aún en la Argentina no se había producido la globalización que nos permite hoy acceder simultáneamente a los programas extranjeros, mientras nos expulsa del universo de sus protagonistas.
Terminamos llorando los dos, abrazados, él por no poder darme algo mejor que lo que la vida nos ofrecía, yo por el dolor que la rosa de organza intentaba encubrir, tiñendo de optimismo y placer un futuro que sólo se representaba como pérdida.
Un año después usé mi flor en Acapulco, y Carlos se puso un saco blanco de verano que habíamos traído de Buenos Aires. El exilio se convirtió, por esa noche, en una película del cincuenta, en la cual Negrete y María Félix, exiliados y psicoanalistas, tomaron sus margaritas con velas y mariachis a la orilla de un mar que no reflejaba la Cruz del Sur.
Mis hijos, ya adultos, siguen llamando “la flor de Acapulco” a todo proyecto que aún pareciendo inviable, permite sostener el optimismo ante la adversidad.
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