Yo también…
¡Sí! Yo tengo
-¿por qué no confesarlo?-
Un pequeño fantasma, un duende de familia.
No vaya a suponerse que mi pequeño duende sea un fantasma hierático,
espectral, de castillo;
uno de esos fantasmas que arrastran el espanto entre viejas panoplias y gritos coagulados,
o delatan incestos dentro de una armadura,
cuando el silencio calza las funerarias mallas
con que a Hamlet le place pasearse entre las tumbas.
Mi fantasma es doméstico,
recatado, apacible.
Jamás le he sorprendido actitudes de almena,
ni lo he visto hospedarse en la caja de un péndulo,
para que sus entrañas se pueblen de latidos.
Cotidiano, tranquilo, modesto, de bolsillo,
mi pequeño fantasma no ahuyenta los retratos,
ni adopta almas de piedra o heráldicas posturas.
Tal cual es,
sin embargo,
engalana mis noches
y es el único lujo de mis horas vacías.
Ya sé que con frecuencia revuelve mis papeles, esconde alguna carta, empaña mis anteojos,
me humilla al obligarme a buscar los gemelos debajo de la cómoda, me esconde la boquilla;
pero es él quien mitiga la fiebre del insomnio,
quien impide que pierdan el compás las canillas,
quien oprime las llagas de las puertas pintadas y conforta el silencio, la soledad, el frío,
al pasear por los cuartos su incorpórea presencia de fantasma benigno,
de duende que vigila las sombras y los ruidos.
Oliverio Girondo
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